lunes, 13 de diciembre de 2021

¿Padre, por qué me has abandonado? La agonía del hombre ante la imposibilidad del Ser

 

Al estar Cristo clavado en la cruz ante la aprobación de Roma y del Sanedrín, ahogadas sus esperanzas de humanidad y universalismo, el Nazareno pronunció estas palabras que titulan el presente ensayo (Mateo 27:46). Según Zizek, esta es la prueba del ateísmo implícito del cristianismo, algo que se acerca a las opiniones dadas en este escrito, pero que no termina por encerrar la profundidad del discurso final de Cristo. 

Como buen español, el catolicismo ha sido uno de los pilares espirituales de mis creencias y actitudes ante la vida. A pesar de que no profeso dicha confesión a día de hoy, reconozco que la visión acerca de Cristo que plantea es de una profundidad inmensa, afirmando sin tapujos que describe con precisión el llamado "vértigo existencial" en el que vive este animal de contradicciones llamado hombre. En su excepcional libro Del Sentimiento Trágico de la Vida de los hombres y los pueblos (1913), Miguel de Unamuno expone, a su juicio, las diferencias espirituales entre las tres grandes ramas del cristianismo, a saber: ortodoxia oriental, catolicismo y protestantismo. 

La primera, según el castizo filósofo, es una interpretación puramente teológica de Cristo, un misticismo platónico ritualizado y fosilizado. Por otro lado, el protestantismo es la cara moral de Cristo, siendo este el legislador moral universal, tal como explicaba Kant en su ensayo La Religión dentro de los límites de la mera razón (1794). Sin embargo, el catolicismo es un punto intermedio entre estas dos interpretaciones radicalmente diferentes. El catolicismo ve en Cristo la figura moral del hombre, que, ante la imposibilidad de llegar al corazón de los hombres, se entrega a los brazos de lo trascendente, hacia lo suprasensible y lo extra-ético, Dios Padre.  

Volviendo al episodio bíblico, Cristo perdió la fe por un instante ante el fracaso de su mensaje. Fue consciente de la imposibilidad de su mensaje, del utopismo de su amor universal entre los hombres. Cristo no quería restaurar el Reino de Israel como pretendían los semitas, ni instaurar una Iglesia universal como aspiraban sus mal llamados seguidores. Cristo no era un mesías militar como lo fue Mahoma. Lo que pretendía era que hombres y mujeres fuesen iguales ante Dios, una comunidad de hermanos iguales ante los ojos de lo suprasensible. 

El mensaje de Jesús, tal y como lo relata (a mi juicio) este fragmento del Evangelio según Mateo, representa el desengaño final, la muerte de los ideales elevados, el fin del último hombre descrito por el monstruosos Nietzsche en su tormenta en forma de libro Así habló Zaratustra (1883). Jesús, el presunto Hijo Dios, el Verbo hecho Carne, el Mesías prometido por Yahvé a Abraham y Moisés, perdió la fe, dejó de creer en su Padre y en su mensaje. Desde la mismísima Cruz, bañado por la sangre derrama de su martirio final, sintió el abandono de su Padre, esa angustia vital que tanto obsesionaba a Heidegger. Tal es la desesperación que siente el supuesto salvador, que recrimina de esta soledad vital a su propio Padre, un acto de rebeldía edípico que tiene por respuesta el frío metal de una lanza romana. 

Cristo murió en la cruz sin creer en su propio mensaje, todo lo que hizo fue en vano. Contempló como sus seguidores lo rechazaban, como su madre era devorada por la angustia y como su propio pueblo lo vendía a Roma a cambio de Barrabás. Cristo representa en esta escena la miserable condición del hombre, aquella nausea sartreana que aspira al Absoluto y se ahoga en la Nada. El hombre, por medio de su razón y su sentido de la moral, aspira constantemente volver al paraíso prediluviano, cosechando infiernos tras infiernos debido a su propia soberbia. 

Cristo murió por su propia soberbia, por su deseo de cambiar a los hombres a mejor, y al darse cuenta de su error, renuncia a su mensaje por medio de la rebelión contra su Padre. Sin embargo, a pesar de todo el desengaño y el dolor al que fue sometido, Jesús, en su expiración final, volvió a rogar por su Padre, gritando: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! (Lucas 23:46). Esta plegaria final muestra a mi juicio la naturaleza humana, pues ante la desesperación más absoluta, ante la duda y la muerte, el hombre, a pesar de no tener motivos para creer en nada, cree, cree por necesidad, por un impulso inconsciente que recorre a toda la especia, aquello que tan brillantemente Schopenhauer en su Sobre la voluntad en la naturaleza (1854) describió con una genial frase: toda entidad pretende anteponer su voluntad ante el cosmos

La muerte de Cristo, vista desde la perspectiva católica, representa la condición vital del hombre, pues ve a Jesús como un ejemplo moral, un legislador de una nueva ley para el hombre, pero que al fracasar en su cometido y renegar de su mensaje, se entrega a lo místico, a lo irracional y  lo trascendente. Jesús se entrega en su muerte a Dios porque ha fracasado como hombre, convirtiendo la moral en teología. La resurrección de la carne no es más que una promesa vacía que hace Jesús a los hombres, pues viendo este la incapacidad moral de estos para guiar sus vidas en el amor, les entrega una teología inalcanzable, tan falsa como vacía. Jesús murió en la Cruz y no ascendió a la los cielos, pues su reino no era el paraíso, sino los corazones de los hombres, que al escuchar su mensaje, le respondieron con unos clavos y un par de tablones.   

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