jueves, 4 de febrero de 2021

Nihilismo andaluz

 De todas las criaturas humanas con las que me he encontrado, la andaluza es quizás la que más pasea. Esto pude notarse en cualquier ciudad o pueblo de Andalucía, pues siempre que salgo a la calle, veo a gente pasear, mucha hacia lugares concretos, pero otra pasea sin objetivo alguno, por el mero placer de pasear. De hecho, yo mismo me he visto en esta situación, vagabundeando por las calles de Málaga sin objetivo alguno, solo por el gusto de estirar mis piernas. 

Uno podría llegar a pensar que esto es algo bueno, pues el andaluz coge su tiempo libre y lo dedica a pasear, solo o acompañado, sin rumbo fijo, con toda la calzada para él sin restricción alguna. De hecho, este presentismo es una de las imágenes que los extranjeros tienen del individuo andaluz, alegre y despreocupado ve la vida pasar, hasta tal punto, que el mismo pasa con la vida misma. Es así que el universo bético, es muy parecido al que describe la relatividad, como un tejido flexible y elástico, donde quien lo experimenta no puede saber a ciencia cierta ninguna posición absoluta. 

A tal punto llega esta flexibilidad vital característica de mi tierra, que muchas veces, cuando uno se digna a visitar las zonas rurales, nota que, a pesar de los modernos tractores y los móviles de última generación, la actitud de sus habitantes parece no cambiar con el tiempo, sino que un continuo cultural y motivacional se extiende casi homogéneo por la inmensidad del tiempo, y por los campos sembrados. 

Sin embargo, esto no solo se da en las zonas rurales, sino que también en la costa, pues si uno visita las playas de Málaga o Cádiz, verá (si tiene un ojo curioso) que reposan en las playas pequeñas barcas llamadas jábegas, las cuales, con su ojo sereno, son un recuerdo de nuestro pasado fenicio, algo que aún perdura desde hace más de 2000 años. Por no decir de los pescadores de atún de Cádiz, los cuales, con los mismos métodos desde hace siglos, cazan a estos majestuosos animales como antaño hacían sus antepasados fenicios. 

Pero una de las cosas que más melancolía me produce, son las alegres canciones de los verdiales malagueños, los cuales, coronados con perfumadas coronas florales y acompañados con viejos violines, recuerdan a los tiempos en los que aún no se plantaban cruces en los cementerios y solo había urnas llenas de cenizas. 

La belleza que transmite nuestra tierra siempre ha sido pretérita, siempre los andaluces nos hemos puesto orgullosos (e incluso soberbios) con los monumentos majestuosos de nuestro pasado, como la Alambra de Granada, las incontables catedrales que salpican nuestro territorio, el puerto de Sevilla o los versos de Machado, Lorca y los del 27. Y por grandes que sean todos estos, ya dejaron de ser lo que un día fuero, ya no son más que ruinas, ruinas que ahora dejan un vacío en lo que da vida a un pueblo, lo cual no es ni la sangre, la religión o el acento, sino el Futuro. 

Escribía un cansado Ortega en su ensayo de un ensayo, España Invertebrada, que el regionalismo más peligroso que asola a España no es ni el catalán ni el vasco, sino el andaluz, pues este se caracteriza por lo que él llamaba "nihilismo nacional", es decir, una falta de proyecto futuro que reuniese a todos los andaluces en un impulso hacia el progreso y la dignidad humana. Es cierto que hubo grandes intentos, como el de Blas Infante, el cual, convencido de la grandeza de esta tierra y de las gentes que la habitan, preparó todo un proyecto político y social que cristalizaría en el Estatuto de Autonomía, pero que las inclemencias de la Guerra Civil echaron por tierra, pues Andalucía rápidamente se convirtió en escenario de odio, hambre y muerte. 

A tal punto llega la hambruna espiritual del pueblo andaluz, que aquella terrible matanza que fue la Desbandá, donde hombres, mujeres y niños, sin refugio ni un Picasso que los recordara, fueron masacrados por la moderna artillería italiana, y olvidados por los propios españoles (y entre ellos nosotros los andaluces). 

De las tragedias de la decadente España, la de mi tierra es la más triste, pues no fueron las balas ni las ideologías que reprimieron a Andalucía, sino la mayor penuria que puede sufrir un pueblo, el hambre. Dicha maldad es lo peor que puede sufrir un pueblo,  pues puede ser esclavizado y conquistado como los indios americanos, o expulsados en masas como los sefardíes, pero el hambre sistemático es algo infinitamente más doloroso, pues este carcome todo espíritu de progreso, todo avance económico y moral, sumiendo a los que lo padecen en una continua agonía por la supervivencia que no encuentra consuelo en la muerte, pues este, al igual que los pecados que la Iglesia, que tanto suele administrar, se pasa de padres a hijos. 

Desde que aquellos gallardos señores castellanos entraron por las puertas de Granada en 1492, nuestra tierra ha sido subyugada a la mayor represión posible en la Historia de España, pues siglo tras siglo se ha eliminado a fuerza de espada y hoguera los órganos africanos heredados por aquellos que ahora llamamos moros. 

Es por tanto, que Andalucía fue condenada al inmovilismo económico y social, a que cada generación viviera como la de su padre, arrastrado por las durezas del clima y las exigencias de los "señoritos españoles" que con tanta alegría y amargura aceptamos por no tener pan con el que saciar nuestra agonía. De hecho, solo tenemos que echar un vistazo a las diferencias económicas que cortan nuestro país desde Madrid hacia abajo, pues aquellas tierras que ahora aclaman por la libertad y se hacen las víctimas de la represión castellana, son las más industrializadas y ricas del país. 

De entre los muchísimos fallos que tuvo Marx (y que han costado millones de vidas) este periodista alemán acertó diciendo que las condiciones económicas condicionan los movimientos políticos. Es por ello que aquí en Andalucía nunca ha habido un nacionalismo serio, pues tan paupérrima condición económica y social en la que ha vivido esta tierra durante tanto tiempo, no ha podido germinar ninguna ideología política seria, pues tal es la esterilidad del campo espiritual andaluz, que solo ha sido poblado por malas yerbas caciquearas y por fuertes torrentes anarquistas que no dejan nada a su paso. Es así que mientras grupos insurgentes como la ETA o gobiernos catalanes en el exilio podía permitirse el tiempo suficiente para pensar en cuestiones ideológicas y políticas, un triste Antonio Gala, tan triste como el resto de andaluces, recorría los campos muertos para poder comer aunque sean flores de almendros.  

Pero lo peor de esta represión, a base de hambruna, es que los propios andaluces la hemos interiorizado, hemos hecho de esta cruel esclavitud nuestra identidad y nos enorgullecemos de nuestra condición de siervos, tanto que el gran motor económico de nuestra región sigue siendo el mismo, la agricultura y el turismo, los dos extremos de la servidumbre. Nuestra imagen es vista como la correcta forma de ser español por los extranjeros, tanto que algo como el flamenco, puramente andaluz, es visto como seña de identidad de España. 

Cuando paseo por las calles de Málaga, y llego a la playa, veo morir el fuego crepuscular en el filo del horizonte con gran pesadumbres, pues pienso en el fatal nihilismo que recorre nuestra tierra, ya que todos nosotros nos obsesionamos con las glorias pasadas, con los dulces versos de Lorca y noches de ensueño en la Alhambra, pero no miramos hacia el horizonte, estamos atrapados en nuestra propia identidad que nació del hambre, pues aquel único y melancólico canto que es el flamenco que tanto nos identifica, no es más que la respuesta de un pueblo, que de tanto sufrir, dejó de llorar y empezó a cantar...  


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