Las desigualdades económicas son uno de los grandes problemas que aquejan a las sociedades contemporáneas. La enorme inflación, la deuda pública y privada, la destrucción ecológica y la deslocalización industrial ha provocado que existan enormes tasas de desempleo en muchísimos países, creando grandes desequilibrios en las capacidades de consumo y demanda entre bastos grupos de población, tanto intragrupo como intergrupal. No obstante, la visión economicista de estos fenómenos se queda corta, pues las desigualdades conllevan a una serie de consecuencias psicosociales que afectan a todos los integrantes, sean de clases opulentas o populares (Galbraith, 2011).
La desigualdad acuciante en la que nos vemos inversos está relacionada con la proliferación de varios fenómenos negativos que perjudican notablemente a las sociedades contemporáneas. Los trabajos de Wilkinson (2009) sobre este tema son bastante reveladores, pues encuentra correlaciones bastante plausibles entre la desigualdad económica y la aparición más recurrente de fenómenos antisociales y psicopatológicos, como los suicidios, la depresión, la violencia o la abstinencia política. Por otra parte, la desigualdad económica tiene una serie de repercusiones económicas a largo plazo que socaba las economías nacionales y pone al límite la capacidad de los Estados para atender a las consecuencias psicosociales que producen (Galbraith, 2011).
La existencia de grandes bolsas de pobreza coexistiendo con un reducido grupo de personas conlleva a que disminuya la confianza en las instituciones políticas y jurídicas. La radicalización ante la inmigración, la redistribución o los conflictos internacionales están íntimamente relacionadas con la propia desigualdad (Stiglitz, 2014). Además, los problemas sanitarios y sociales que contrae la desigualdad suponen un enorme gasto económico para los Estados, los cuales están en una situación de endeudamiento y déficit presupuestario que hace peligrar a las propias políticas sociales, ya que muchos gobiernos han optado por resolver de forma drástica los problemas macroeconómicos sacrificando a estas últimas, lo que retroalimenta la desigualdad económica y las dinámicas características (Stiglitz, 2014). Sin embargo, esta situación no se ha dado siempre, sino que es bastante reciente. ¿Cuándo y cómo apareció la desigualdad?
El Estado y la desigualdad
En el campo de la economía existe grandes debates respecto a la naturaleza de la desigualdad y las formas de lidiar con ella. Para la mayoría de los economistas, la desigualdad es un problema económico que tiene una serie de consecuencias negativas para la población y la productividad en general. Sin embargo, las diferentes escuelas económicas se han agrupado en dos bandos diferenciados, a saber, aquellos que achacan el origen de la desigualdad por la intervención del Estado en la economía, mientras que el otro grupo achaca a las dinámicas del propio Mercado el origen de la desigualdad en todas las sociedades (Galbraith, 2011). Sintetizando, existen una serie de escuelas económicas que afirman que el origen de la desigualdad económica es la existencia de instituciones políticas que intervienen en el Mercado, viciando el correcto mecanismo de este último. Por otro lado, existen otros economistas que achacan al propio Mercado como el mecanismo que origina las desigualdades (Galbraith, 2011). Esta parte del presente ensayo se centra en las discusiones y reflexiones del primer grupo, pues ha tenido mayor repercusión en el pensamiento económico vulgar y ha influido en muchas de las políticas económicas que implementan grandes Estados como Estados Unidos o Gran Bretaña actualmente (Piketty, 2021).
Entender el origen de la desigualdad económica con el surgimiento del Estado y la intervención de este en el Mercado encuentra sus orígenes en dos escuelas económicas emparentadas, la Escuela Austriaca de Economía y la Economía Neoclásica (Galbraith, 2011). La Escuela Austriaca fue un grupo de economistas austriacos liberales que criticaron la intervención del Estado del Mercado y como estas políticas económicas han traído profundos desequilibrios económicos y sociales a lo largo de la historia. Von Mises (1881-1973) y Hayek (1899-1992) entendía los procesos económicos como fenómenos espontáneos que surgen de la oferta y la demanda del propio entorno.
Con la aparición del comercio y de las redes jurídicas que protegían la propiedad privada, este libre fluir de mercancías y trabajo incrementaba la riqueza general de toda la población, con lo cual se generan nuevas inversiones e intercambios que producen grandes cambios cuantitativos y cualitativos en el nivel de vida de la población general (Hayek, 2011). Sin embargo, la intervención del Estado produce un desequilibrio en las dinámicas de mercado, produciendo redistribuciones artificiales que socaban la competitividad y la rentabilidad de las inversiones de capital, algo que conduce a una espiral de intervencionismo económico, seguida de un mayor autoritarismo por parte del propio Estado (Mises, 2002; Hayek, 2011).
Mises, en su libro El Gobierno Omnipotente (1944), argumente que la intervención del Estado en la economía es el principal agente que provoca los grandes desequilibrios del Mercado, las famosas crisis cíclicas, achacando que la planificación económica conlleva al autoritarismo político a una mayor miseria material y social a largo plazo. En este libro, Mises no solo pone de ejemplo al nacionalsocialismo alemán y al comunismo ruso, sino que apunta al Gobierno de los Estados Unidos como causante de las grandes desigualdades vividas durante la Gran Depresión de los años 30, debido a que la intervención estatal del New Deal impulsada por F.D. Roosevelt (1882-1945), la cual paralizó las dinámicas autocorrectoras del propio Mercado (Mises, 2002). Para Mises y Hayek la desigualdad surgió cuando los monarcas y sacerdotes impusieron los impuestos a los comerciantes. Paralelamente a las tesis de la Escuela Austriaca, los economistas neoclásicos proponen una serie argumentos histórico-económicos que se enfoca principalmente en los ciclos económicos que sufren las diferentes sociedades humanas y la forma cómo afrontan estos ciclos. La desigualdad en los ingresos y la capacidad de ahorro e inversión son el producto de las estrategias de los Estados ante los auges y depresiones económicas cíclicas características del comercio y el mercado en general (Galbraith, 2011).
Uno de los grandes economistas neoclásicos que propone las teorías más interesantes respecto al origen de la desigualdad es John Hicks (1904-1989). En su libro Una teoría de la historia económica (1969), Hicks expone que los ciclos económicos son intrínsecos a la aparición de relaciones comerciales entre diferentes sociedades humanas. Antes del comercio, los diferentes grupos humanos eran relativamente autosuficientes mediante la agricultura y la ganadería de subsistencia. No obstante, con el incremento de la población, la reducción progresiva de la fertilidad de los suelos locales y el avance tecnológico, en especial la metalurgia, generó una serie de necesidades que las sociedades primitivas no podía suplir aisladamente, sino que empezaron a establecer relaciones de intercambio y conquista (Hicks, 1986).
Hicks argumenta que, con la crisis demográfica que experimentaron estas sociedades neolíticas, produjeron la aparición de dos fenómenos sociológicos de gran importancia para la economía, el comercio y el militarismo (Hicks, 1986). El comercio permitió que diferentes comunidades pudieran hacer intercambios de materias primas y productos manufacturados. No obstante, el comercio no fue la única solución, sino que el militarismo y la conquista fue un método que muchísimas sociedades en sus inicios utilizaron para asegurarse las fuentes de recurso y las mejores rutas de comercio, algo que fomentó la aparición de grandes ejércitos y burócratas, con todo un entramado industrial que alimenta al nuevo aparato estatal (Hicks, 1986).
Atenas, gracias a su política comercial que la conectaba con todo el Egeo, pudo establecer rutas comerciales que le permitían intercambiar materias primas, productos e ideas con muchísimas ciudades-estado. Esto le permitió desarrollar la sociedad más libre y rica de toda la Hélade (Hicks, 1986). Esto se contrapone con Esparta, la cual instauró un régimen militar que le dio un excelente ejército y poderío de represión y conquista, pero la sumió en una sociedad pobre económica y culturalmente, con una brutal desigualdad entre la clase militar-gobernante, y el resto de la población, que eran reducidos a la esclavitud (ilotas). La riqueza de Atenas se basó en la especialización del trabajo y la formación de una industria comercial expansiva, lo cual le permitió desarrollar instituciones democráticas y una rica tradición filosófica para la época, mientras que el militarismo del Estado espartano formó un régimen de desigualdad y esclavitud tan aborrecible que ninguna ciudad-estado griega la puede tolerar (Hicks, 1986).
Para el economista neoclásico, la relación parasitaría entre el Estado militar y el comercio es el origen de la estratificación social y la desigualdad económica de las sociedades civilizadas. El Estado instaura los impuestos e invierte una cantidad inmensa de capitales en actividades no productivas, quebrando las dinámicas de intercambio, agravando las depresiones económicas y las consecuencias sociales que traen estas. El economista austriaco-estadounidense Schumpeter (1883-1950) ya adelantó alguna de las tesis de Hicks acerca de la relación existente entre los ciclos económicos y los niveles de desigualdad económica. Para este último, el capitalismo es un sistema económico caracterizado por lo que él llama como “destrucción creativa” (Schumpeter, 1942). Las depresiones económicas son fenómenos totalmente naturales que tienen la función de depurar el sistema económico de los agentes improductivos y proporcionar un espacio de mercado para nuevas actividades mucho más creativas y eficientes. Esto le llevó a criticar la intervención de los diferentes gobiernos nacionales durante la Gran Depresión, algo que, según Schumpeter, es el origen de las grandes desigualdades que se establecieron en las diferentes sociedades civilizadas (Schumpeter, 1945).
Para la escuela neoclásica, la injerencia del Estado en los ciclos económicos (sobre todo los procesos deflacionarios) provoca cierta bonanza y recuperación económica a corto plazo, pero provoca grandes desequilibrios monetarios y fiscales, que acarrean en un agravamiento en las consecuencias negativas a largo plazo. El origen de la desigualdad económica coincide con el origen del Estado militarista, es decir, desigualdad económica e imperialismo están íntimamente relacionados (Hicks, 1969).
El actual pensamiento neoliberal que empapa a muchos economistas recoge todas estas teorías y trabajos, usándolas como estandarte contra las políticas intervencionistas contra la desigualdad, defendiendo enérgicamente al libre mercado como el origen de la riqueza y la civilización, siendo el único remedio contra la desigualdad y la estratificación social. Esta doctrina, que muchos denominan neoliberal, fue revivida por una serie de economistas liberales que rechazaban las doctrinas keynesianas ante la crisis del petróleo de 1973 y la estanflación creciente. Milton Friedman (1912-2006), Gary Becker (1930-2013) o Robert Fogel (1926- 2013) entre otros, fueron los fundadores de esta corriente de pensamiento económico que se extiende con fuerza en la actualidad. En nuestro país, Carlos Braun es uno de los grades ejemplos de este pensamiento. Para Braun, el Mercado es el origen de la riqueza y la civilización, mientras que la intervención del Estado es el origen de la desigualdad y los privilegios de clase. El Mercado hace que la persona más pobre sea inmensamente más rica que el “salvaje” de la tribu igualitaria (Braun, 2012).
Esta última afirmación refleja el espíritu de esta doctrina, pero no es ampliamente aceptada por muchos economistas. Para Marx y Engels el Mercado es el símbolo de la barbarie más brutal, mientras que para otros economistas como Keynes (1883-1946), el Mercado debe de ser intervenido por el Estado para subsanar o corregir los desajustes y desigualdades que produce el primero (Galbraith, 2011). Desde una óptica más actual, Piketty afirma que la Desigualdad no es inherente al Estado, sino que la alineación de este con el Mercado es facilitadora de grandes desigualdades. Para el economista francés, la conquista del Estado democrático y social es lo que realmente garantiza la igualdad económica y la flexibilidad de las clases sociales, estableciendo una serie de principios y valores prosociales al Mercado para subsanar los grandes niveles de desigualdad que puede llegar a producir (Piketty, 2021). En definitiva, este autor afirma que la desigualdad económica nace cuando el Estado no toma las responsabilidades sociales que le competen, es decir, las desigualdades económicas se manifiestan cuando el Estado deja de ser social y se convierte en una corporación más (Piketty, 2021).
Las tesis neoliberales no pueden ser demostradas, pues se basan en presupuestos teóricos no falsables, y que en el mejor de los casos, no coinciden con las evidencias arqueológicas y antropológicas que muestra muchas investigaciones de diferentes ramas de la ciencia social. La aparición del mercado y la mejora del bienestar social es una tesis fuertemente rechazada por arqueólogos, antropólogos, historiadores o sociólogos entre otros (Harari, 2019). De hecho, muchos de estos especialistas defienden que es la agricultura y la aparición del mercado son el origen de las desigualdades económicas y la rígida estratificación social, siendo que la mal llamadas “hordas salvajes” de cazadores-recolectores tienen un mejor nivel de vida que los “civilizados” miembros de Estados organizados y “desarrollados” (Harari, 2019).
El buen salvaje
La perspectiva la cual afirma que la desigualdad surge con la civilización tiene sus raíces en las reflexiones del filósofo suizo Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Fue uno de los pocos ilustrados del S.XVIII que desconfiaba del progreso y la civilización, afirmando que esta última es mucho más bárbara que la propia barbarie. Solo Voltaire (1694-1778), al final de su vida, estaba ligeramente de acuerdo con el pensador suizo, pues afirmaba que la civilización era una forma de barbarie mucho más sofisticada y brutal. Rousseau escribió un libro que trataba exclusivamente sobre los orígenes de la desigualdad, Sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1755). En este libro, Rousseau, en contraposición a Hobbes (1588-1679) y a Locke (1632-1704), defiende que la existencia del hombre natural, anterior a la civilización y unido al estado natural, vivía felizmente apartado en un estado de igualdad moral y económica. Con el origen de la agricultura y los asentamientos permanentes, surge la propiedad privada y las diferencias sociales, lo cual ata al hombre a la desigualdad, siendo la civilización la forma que tiene el hombre civil de imponerse a sus semejantes. Las reflexiones filosóficas y políticas de Rousseau influyeron notablemente en el posterior romanticismo político y el llamado idealismo alemán, siendo sus grandes representantes
Immanuel Kant (1724-1804), Johann Gottlieb Fichte (1726-1814) o Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831). El idealismo alemán, la economía política inglesa y la filosofía política francesa fueron los pilares para las doctrinas de dos pensadores alemanes del S.XIX de una enorme influencia posterior: Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895). Para estos últimos, la historia es la historia de la lucha de clases, siendo los modos de producción los que determinan la naturaleza de las instituciones sociales y políticas (Engels, 2017). Marx afirmaba que antes de la aparición de la agricultura, las comunidades humanas vivían en lo que él llamaba “comunismo primitivo”, un régimen social caracterizado por la igual entre sus miembros y la disposición comunitaria de los propios recursos (Mandel, 2014). Este régimen era posible debido al sistema de producción de las que disponían estas comunidades, la caza y la recolección de alimentos.
Con la aparición de la agricultura y la ganadería, empieza a cambiar los modelos de producción, pasando de la disposición de los recursos de forma comunitaria a esbozarse el régimen de propiedad privada, la piedra angular de la distinción de clases y por tanto de la desigualdad entre estas (Mandel, 2014). En el ya citado libro El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), Engels, siguiendo los trabajos del antropólogo Lewis Henry Morgan (1818- 1881), afirma que, con el origen de la propiedad privada, es cuando se instaura un régimen de producción basado en la lucha de clases y en la desigualdad entre estas, siendo la civilización la explotación del hombre por el hombre, mientras que el los mal llamados salvajes y bárbaros viven el comunismo primitivo, siendo considerados positivamente por el segundo violín de Marx (Engels, 2017).
Esta interpretación de la desigualdad desde la óptica del materialismo histórico influenció enormemente en una gran cantidad de especialistas y pensadores de todas las ramas de la ciencia social. Este es caso del padre de la arqueología moderna, V. Gordon Childe (1892- 1957). Este científico australiano se caracterizó por aplicar la óptica del materialismo histórico a la arqueología, acuñando los clásicos términos de “revolución neolítica” y “revolución urbana” (Childe, 1980). Las tesis del arqueólogo australiano apuntan a que la génesis de la agricultura y la aparición de núcleos urbanos provocó un salto cualitativo enorme en las instituciones social y en la relación entre los individuos que las componen. En el último capítulo de su libro Los orígenes de la civilización (1936), Childe reflexiona sobre el alcance real de progreso cultural que supuso las revoluciones neolítica y urbana.
A pesar de los grandes avances en la extracción de recursos y en la manufacturación de herramientas y conocimientos más racionales, el paso de la barbarie a la civilización supuso en muchos casos un empeoramiento de las libertades y niveles de vida de las clases populares. Esto se debe a que, con la civilización, se organizó una clase dirigentes que se mantenía a sí misma mediante el militarismo y la religión, reduciendo a la esclavitud a sus súbditos (Childe, 1980). El comercio jugaría un papel crucial en esta situación, generando una clase de comerciantes y artesanos que se alinearía con esta casta gobernante, manteniendo este régimen de desigualdad asfixiante entre clases. En un trabajo posterior, La evolución social (1951), Childe reflexiona sobre la polémica distinción entre barbarie y civilización, esbozando una idea que será muy popular entre muchos antropólogos posteriores, que puede hablarse de una evolución social a nivel tecnológico, pero no en el nivel de vida o bienestar (Childe, 1980).
Uno de los factores determinantes para Childe en el origen de la desigualdad es la especialización del trabajo. Con este último, empiezan a diferenciarse varios grupos sociales entre sí, tanto a nivel económico como político. La alfarería, pero sobre todo la metalurgia son las actividades económicas que producen un cambio cualitativo en la especialización y estratificación social, pues varios grupos se separan del comunitarismo agrícola y se dedican exclusivamente a la extracción de materias primas (minería) y a la fabricación de productos manufacturados y su posterior intercambio comercial, adquieren mayor realidad la propiedad privada y la inversión de capitales (Childe, 1980). A pesar de que muchas de las afirmaciones que hacía Childe han sido refutadas por la arqueología posterior (como que la civilización micénica no tenía escritura), la concepción de la civilización como causante de la desigualdad influyó notablemente en el campo de la antropología, en especial en la escuela del materialismo cultural.
El materialismo cultural es un paradigma que surge de la mano del antropólogo estadounidense Marvin Harris (1927-2001). Influenciado por el marxismo antropológico, las investigaciones y trabajos de Harris le llevaron a definir a la cultura como la forma que tienen las diferentes sociedades humanas para enfrentarse a las condiciones ecológicas de su entorno (Harris, 2007). Desde esta perspectiva, Harris entiende que las diferentes herramientas, instituciones y creencias que caracterizan a una cultura tienen su origen en las dinámicas ecológicas que establece una sociedad humana con su entorno. La obra de Harris es extensa e interesantísima, pero este ensayo se centra en uno de sus libros, Caníbales y reyes: los orígenes de la cultura (1977). En este libro, Harris reflexiona sobre los orígenes de la agricultura y el Estado, además de las consecuencias físicas y sociales que han repercutido en la humanidad.
Antes de la agricultura intensiva, las sociedades de cazadores/recolectores disponían de los recursos naturales de forma comunitaria y tenían relaciones mucho más pacíficas, pues la guerra militarizaba era insostenible bajo este régimen de producción. Además, una de las cosas más interesantes que comenta Harris es lo referente a la distinción de los alimentos y las dinámicas de trabajo. Mientras que un cazador/recolector de alimentos dispone de una dieta mucho más rica, accediendo periódicamente a cantidades suficientes de proteínas y vitaminas, los agricultores de las grandes civilizaciones tienen una peor alimentación, estando las proteínas, fundamentales para el desarrollo muscular y nerviosos del ser humano, totalmente ausente (Harris, 2007). Por otra parte, Harris expone que mientras un un cazador/recolector no necesita muchas horas al día para garantizar su alimento, pudiendo disponer de tiempo libre para socializar u otras actividades, los agricultores y manufactureros deben de rendir una gran cantidad de horas al día para garantizar su subsistencia, cosa que en muchas ocasiones no es suficiente (Harris, 2007).
En palabras de Harris, con la agricultura (y posteriormente el comercio) surge la esclavitud, la pobreza generalizada y la desigualdad entre grupos sociales. Según el antropólogo estadounidense, la agricultura intensiva provocó grandes desequilibrios poblaciones. Esto se debe a que, al disminuir el consumo de proteínas por mujer, la fertilidad de estas aumenta, provocando que el número de hijos aumente. En definitiva, la agricultura permitió sostener aun mayor número de individuos, pero con una peor alimentación, además de confinarlos en gran número en espacios reducidos, proliferando las epidemias, las hambrunas y los conflictos sociales (Harris, 2007). Con el aumento de la población, la explotación agrícola se intensificó, necesitando mayor cantidad de recursos para mantener a una población creciente en comparación con las diminutas comunidades de cazadores/recolectores. Se necesita más tierras cultivables, agua, animales de tiro, metales para las herramientas, mano de obra para que las empuñen y soldados para defender dichas tierras (Harris, 2007). Es así como la agricultura intensiva y el comercio generaron una espiral de intensificación de recursos, provocando desertificaciones, la destrucción del medio ecológico y a la proliferación de grandes conflictos militares (Harris, 2007). Desde la óptica del materialismo cultural, la civilización ha condenado al ser humana a la esclavitud más barbará.
La agricultura ha sido referenciada por muchos especialistas como el origen de la esclavitud y la desigualdad social. El historiador israelí Yuval Noah Harari (1976) examina esta cuestión recurriendo a investigaciones arqueológicas, neurocientíficas y sociológicas actuales y de gran evidencia empírica. En su voluminoso libro Sapiens, De animales a dioses (2019), afirma que durante mucho tiempo se ha pensado que la civilización es sinónimo de progreso. Este último es un término engañoso, pues dependiendo de cómo se defina, podrá decirse que la civilización supone progreso o no (Harari, 2019). Si se define que el progreso desde términos genéticos, es decir, en la perpetuación del material genético de una serie de especies determinadas, puede afirmarse que la civilización ha cumplido satisfactoriamente. El homo sapiens y las especies domésticas de las cuales dependen se han multiplicado exponencialmente, expandiéndose en número a casi todas las regiones del planeta (Harari, 2019). Sin embargo, si se define al progreso como el aumento del bienestar físico y social, Harari no tiene miramientos para afirmar que desde la implementación de la agricultura hasta finales del S.XX, las condiciones de vida han empeorado considerablemente respecto al modo de vida comunitario de los cazadores/recolectores (Harari, 2019).
Según el historiador israelí, las comunidades de cazadores/recolectores tienen una dieta muchos más rica y diversa, ya que se alimentan de multitud de fuentes, como la carne de la caza, la recolección de frutos, insectos y raíces del subsuelo. Esta mejor alimentación favorece tener un sistema inmunitario más fortalecido, lo cual, sumado a vivir en pequeños grupos, es mucho más difícil que aparezcan grandes epidemias (Harari, 2019). Por otra parte, estas comunidades son mucho más ecosostenibles, ya que estas suelen ser mucho más conscientes de los ciclos y las dinámicas ecológicas de su propio entorno, además de que al vivir en pequeñas comunidades necesitan muchos menos recursos para vivir cómodamente (Harari, 2019).
Sin embargo, el contraste en el nivel de vida no se limita solo a la alimentación y a las enfermedades. Según Harari, estas sociedades son mucho más igualitarias y sociables entre ellas. Al solo tener que gastar tanto tiempo en la obtención de alimentos y recursos, los integrantes de estas comunidades tienen mucho más tiempo para el ocio y para conversar y convivir con sus allegados. Desde la etnopsiquiatría, en muchas comunidades tribales los trastornos de ansiedad y depresión suelen aparecer en menor número e intensidad, teniendo los individuos que la sufren una mejor red de apoyo social (Laplantine, 1979).
Con todo lo anterior, desde diversos enfoques de la antropología y la sociología, muchos especialistas defienden que la agricultura intensiva, el comercio y el Estado primitivo son el origen de la desigualdad, la pobreza y estratificación social (Harari). El desarrollo técnico- científico ha venid a subsanar estos problemas estructurales, procurando un conjunto de técnicas y conocimientos que han mejorado lentamente (y siguen mejorando) los niveles de vida del grueso de la población global (Harari, 2019). Sin embargo, este innegable avance científico y social no ha solventado los problemas de la desigualad, sino que, en muchos aspectos, la desigualdad sigue creciendo en multitud de países (Harari, 2019). En su breve libro ¿Por qué nada funciona? (1981) Harris ya reflexionaba sobre este problema. La pobreza puede seguir disminuyendo, pero la desigualdad es distinta, pues los avances tecnológicos llegan a beneficiar enormemente a la élite económica, pues son estas las que disponen de los recursos necesarios para desarrollarlas y sacar su máximo potencial. Además, la implementación de nuevas tecnologías a gran escala como la máquina de vapor, la energía nuclear o internet supone un gasto de recursos enorme que acreciente los problemas ecológicos, los cuales influyen notablemente en las condiciones socioeconómicas de las clases menos pudientes, incrementando aún más la brecha de la desigualdad y sus consecuencias (Harris, 2013).
Conclusiones
El origen histórico y social de las desigualdades socioeconómicas es una cuestión compleja, la cual no ha sido resuelta ni consensuada en el campo de los científicos sociales. Las diferentes escuelas y perspectivas intelectuales, a pesar de sus esfuerzos, no consiguen convencer al resto de especialistas en la materia. En el caso de las interpretaciones economicistas de tono liberal, cae en un reduccionismo económico que no tienen en consideración aspectos más sutiles y difíciles de dilucidar, pero que tienen un peso fundamental a la hora de construir teorías con potencia explicativa, como son las instituciones religiosas, sociales y políticas que surgen paralelamente al Mercado (Galbraith, 2011).
Por otro lado, las interpretaciones de las escuelas económicas liberales o neoliberales están basadas en presupuestos teóricos que no son falsables, sino que son constructos ideológicos pseudocientíficos. En su libro Economía y filosofía (1982), el filósofo y científico argentino- canadiense Mario Bunge (1919-2020) crítica fuertemente las interpretaciones económicas de la Escuela Austriaca y de la Neoclásica. Bunge achaca a estas últimas que sus preceptos no se basan en la evidencia empíricas, sino en prejuicios ideológicos que no son demostrables (no falsables), lo cual se aleja de los criterios básicos de toda ciencia (Bunge, 2017).
En el mejor de los casos, los principios más básicos de la tradición liberal han sido ampliamente refutados. Un ejemplo es la tesis liberal más defendida por sus acólitos. Esta afirma que todo individuo siempre persigue el mayor beneficio individual, el cual contribuye al propio beneficio común (Braun, 2012). Esta tesis se ha visto en varias investigaciones como falsa. Muchos trabajos en antropologías y arqueología han encontrado muchas sociedades en las cuales sus integrantes buscan el beneficio común, aunque este vaya en detrimento del suyo propio. Otro ejemplo es que da la psicología experimental con el famoso juego del ultimátum, el cual muestra que los individuos toleran mucho más las situaciones de igualdad que las de desigualdad (Bunge, 2017). Las explicaciones economicistas liberales sobre el origen de la desigualdad, desde una perspectiva estrictamente científica, son más panfletos ideológicos que teorías científicas serias (Bunge, 2017).
Las hipótesis y teorías sobre el tema dada por la sociología, la arqueología o la antropología vistas con anterioridad parten desde supuestos que pueden ser (difícilmente en algunos casos) falsables, lo cual les da un mayor carácter científico que sus competidoras. Además, tiene un mayor respaldo empírico y una mayor riqueza de fuentes de múltiples trabajos desde varias perspectivas interrelacionadas (Harari, 2019). Sin embargo, estas teorías presentan grandes limitaciones, pues las evidencias empíricas, a pesar de ser mucho más numerosas que las de su competencia, es bastante escasa como para construir teorías generales y universales que expliquen el origen de las desigualdades en todas las sociedades. Un ejemplo son las hipótesis de Childe (1980) expuestas con anterioridad. Uno de los factores que recalca el arqueólogo australiano es la implementación de la metalurgia como determinante en el comienzo de la estratificación social. El propio Childe (1980) reconoce las limitaciones de esta hipótesis, pues no puede explicar la estratificación social de las civilizaciones mesoamericanas, ya que estas nunca llegaron a implementar la metalurgia a gran escala, pero sí a generar una estratificación y desigualdad social y económica que no tiene nada que envidiar a las sociedades del Viejo Mundo (Childe, 1980), distando mucho de la visión paradisíaca de estas sociedades defendida (sin ninguna evidencia) por el indigenismo actual.
En conclusión, puede afirmarse que hay una estela causal que relaciona la aparición de la agricultura, el comercio y la formación de los primeros Estados con la formación de sociedades claramente desiguales y estratificadas, pero que no puede afirmarse con rotundidad científica cuál de estos factores es el germen causal de estas últimas. Sin embargo, si puede afirmarse que estos últimos han tenido un claro efecto en la configuración de las sociedades civilizadas. Con la civilización, los seres humanos han conseguido una mayor capacidad de alterar su propio entorno y de adquirir una compresión mucho más racional de la realidad, pero ha visto como se originan grandes bolsas de población asoladas por la pobreza, el hambre, las enfermedades y los conflictos militares. La frustración social, la desconfianza y la violencia generalizada ha llevado a ser humano a ser esclavo de sí mismo. El hombre civilizado ha forjado sus propias cadenas, pero con la ciencia y la conciencia de su propia esclavitud, algún día podrá forjar la llave que lo libere, alzándolo a lo que más ansía, las estrellas…
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